sábado, 18 de octubre de 2008

Para una despedida de Nicolás Casullo

Alejandro Kaufman (publicado en Radar del pasado domingo, página 3)

Nicolás nos dejó como era él, sin estridencias, con pudor y suavidad, pero con la manifestación inocultable de su presencia. Aparte de todo lo que se pueda decir sobre la amistad, el trabajo en común ¿qué vínculo nos unía, nos une? Las instituciones, el campo intelectual tienden sus líneas y sus asimetrías, propician patronazgos y prescripciones. Pero nuestra relación no guardaba esas proporciones que las tramas de fuerza imponen como matrices en las tareas de la reflexión y la enseñanza, o como no nos gustaba demasiado decir, "la investigación y la docencia".

En estos días de duelo, en procura de consuelo, recordé una y otra vez un gesto suyo. Un gesto peculiar que mostraba en situaciones muy específicas, y solo en esas situaciones. Era una expresión que se le dibujaba en el semblante, cuando –en el transcurso de una conversación- algo que escuchaba absorbía su atención. El rostro se le transfiguraba con una expresión de esas que la atención extrema arranca directamente de la mente cuando la alteridad nos atrae en forma de extravío. Su cara adoptaba un aire de escucha sobrecogedora, los ojos desmesuradamente abiertos, los rasgos desplazados hacia arriba y hacia afuera, con una mirada que anunciaba la inminente reflexión o la broma, según el caso. Todo su semblante se convertía en la figura de un oído, como si el interlocutor pudiera llegar directamente a tocar sus fibras más íntimas.

Desde que lo conocí, aquel gesto me intrigó, porque Nicolás era una persona gestualmente austera, cálida, incluso carismática, pero pudorosa y discreta. Aquella apertura de una audición incondicional era siempre un acontecimiento. Y para que ocurriera, era necesario llegar a través de los meandros amigables pero sinuosos de una conversación, en oportunidades y lugares adecuados. Algo, esto último, respecto de lo que Nicolás era muy exigente.

De modo que aquel gesto nada tenía que ver con una emoción ni con un hábito. No era predecible. Creo que no era tampoco fotografiable ni susceptible de filmación, porque la conversación, como él la practicaba, y el registro audiovisual son incompatibles. Ese solo gesto constituía un acto crítico de las representaciones. Porque solo era posible suscitarlo mediante un ritual, un acto irremplazable de la presencia. Me sorprendería mucho, y me arriesgo a decirlo, encontrarlo en una foto suya. Debería ser una que fuera tomada sin su conocimiento.

Narraciones y reflexiones vivas lo suscitaban. Aquellos que tocaran las fibras del asombro y la espera. Tan relativamente infrecuentes eran los estímulos que producían esa actitud suya como necesidad tenía de alimentarse de semejantes avatares. Entonces, pienso, se explica algo que Nicolás hizo tanto y tan bien: crear ámbitos y situaciones en los que la conversación tuviera lugar. Y cuando digo aquí conversación digo también lectura, también estudio. Allí Nicolás fungía –antes que como creador de instrucciones y prescripciones- como escenógrafo, arquitecto, propiciador. De ahí que fuera tan libre y amable trabajar con él, porque mientras ofrecía las condiciones del cobijo y la hospitalidad, participaba el juego de la diversidad y la libertad. Los límites estaban determinados por configuraciones espaciales y atravesamientos. De ahí que cada uno de nosotros, los de Confines, incluido él, transitamos por tantos lugares diferentes, para encontrarnos en aquel en que se incubó siempre una especial densidad. Esa densidad que con distintos matices y estilos compartimos también con otros amigos, y que nos remite a ese otro escenario que tantos habitamos, el del lenguaje deseante de plenitud. En la hora de la despedida, un recuerdo así nos hace más transitable la soledad, que no por compartida con tantos amigos es menos desolada.

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